Libro III
Pròlogo
EMPIEZA EL PROLOGO DEL BIENAVENTURADO PAPA CALIXTO SOBRE LA GRAN TRASLACION DE SANTIAGO
No
he querido excluir de mi códice la traslación de
Santiago, puesto que en ella se narran tantos prodigios y
testimonios para gloria de Nuestro Señor Jesucristo y del
Apóstol, y porque tampoco difiere gran cosa de la carta que
se intitula con el nombre de San León. Más
sépase que Santiago tuvo muchos discípulos, pero
doce especiales. A tres se dice que los eligió en tierras
de Jerusalén; de los cuales, Hermógenes, nombrado
obispo, y Fileto, archidiácono, después de su
martirio en Antioquía, adornados con muchos milagros,
descansaron de su santa vida en el Señor; y el
bienaventurado Josías, maestresala de Herodes, murió
en compañía del Apóstol, laureado con el
martirio.
A
nueve, empero, se dice que los eligió el Apóstol en
Galicia durante su vida; siete de los cuales, mientras los otros
dos se quedaban en Galicia para predicar, fueron con él a
Jerusalén, y después de su pasión trajeron su
cuerpo por mar a Galicia; y acerca de ellos escribió San
Jerónimo en su Martirologio, cual lo aprendió del
bienaventurado Cromacio, que, después de sepultado en
Galicia el cuerpo de Santiago, fueron ordenados con las
ínfulas episcopales en Roma por los apóstoles Pedro
y Pablo, y fueron enviados a predicar la palabra de Dios a las
Españas, todavía sometidas al error gentil.
Finalmente, pues, tras haber ilustrado a muchos pueblos con su
predicación, murieron precisamente el día quince de
Mayo, Torcuato en Acci, Tesifonte en Vergi, Segundo en Abula,
Indalecio en Urci, Cecilio en Iliberis, Hesiquio en Garcesa,
Eufrasio en Iliturgis.
Perdura
hasta hoy un estupendo milagro en testimonio de su preciosa
muerte. Pues, como se dice en la vigilia de su ya citada
solemnidad, en la ciudad de Guadix junto al sepulcro de San
Torcuato, detrás de la iglesia, todos los años un
olivo que florece milagrosamente, se adorna con sus maduros
frutos, de los que al punto se saca el aceite con que se encienden
las lámparas ante su venerable altar.
Los
otros dos discípulos, en cambio, a saber, Atanasio y
Teodoro, fueron enterrados, como se consigna en la misma carta de
San León, junto al cuerpo del Apóstol, uno a su
derecha y el otro a su izquierda. Y a nadie debe parecer que
Atanasio sea Hesiquio, puesto que Hesiquio es uno, y otro distinto
Atanasio.
Pero
hemos de decir qué sucedió en nuestro tiempo a
cierto peregrino de Santiago respecto del libro de esta
translación. Cierto clérigo conocido mío,
devoto y peregrino de Santiago, queriendo llevar consigo a su
patria esta traslación con algunos otros milagros del
Apóstol, encargó en la misma ciudad de Santiago que
se los escribiese a un copista llamado Fernando y pagó como
precio veinte rotomagenses. Y como él, después de
pagar el precio y recibir la copia, se pusiera a leerlo en voz
baja arrinconado en un ángulo de la basílica
apostólica, encontró en su faltriquera tantas
monedas como al copista había dado; y no creyó que
mortal alguno se los pusiera allí, sino que lo hizo el
apóstol milagrosamente. por lo cual se cree que el santo
Apóstol es generosísimo remunerador mediante gracias
celestiales, puesto que tan pronto remuneró a su siervo con
las terrenas.
FIN DEL PROLOGO
Libro III Capítulo I
EMPIEZA LA TRASLACION DEL APOSTOL SANTIAGO HERMANO DEL APOSTOL Y EVANGELISTA SAN JUAN QUE SE CELEBRA EL DIA TREINTA DE DICIEMBRE, DE QUE MANERA FUE LLEVADO DESDE JERUSALEN A GALICIA
Después
de la pasión de Nuestro Salvador y del gloriosísimo
triunfo de su misma Resurrección, y luego de su admirable
Ascensión, cuando subió hasta el trono de su Padre y
del Espíritu Paráclito también; tras la
efusión de las lenguas de fuego sobre los apóstoles,
los dicípulos que El mismo había elegido, iluminados
con los rayos de la sabiduría e inspirados por la gracia
celestial, dieron a conocer con su predicación el nombre de
Cristo por todas partes, a los pueblos y naciones. Y entre el
insigne número de aquéllos, el santo de admirable
virtud, el bienaventurado por su vida, el maravilloso por su
virtud, el esclarecido por su ingenio, el brillante por su
oratoria, fue Santiago, cuyo hermano Juan es conocido como
evangelista y apóstol. Y a aquél, en verdad, le
fué concedida por obra divina, tanta gracia, que incluso el
mismo Señor de la gloria inestimable no
desdeñó transfigurarse con su incomparable claridad
sobre el monte Tabor ante su vista, y en presencia también
de Pedro y Juan, verídicos testigos.
El,
pues, mientras los otros iban a diversas regiones del mundo,
llevado a las costas de España por voluntad de Dios,
predicando enseñó la divina palabra a las gentes que
allí vivían y la tenían por patria. Y
habiéndose detenido allí algún tiempo,
mientras fructificaba entre espinas la pequeña semilla que
quería recoger entonces, se cuenta que confiado en Cristo
eligió siete discípulos, cuyos nombres son estos:
Torcuato, Segundo, Indalecio, Tesifonte, Eufrasio, Cecilio,
Hesiquio, para con su ayuda extirpar de raíz,
arrancándola, la cizaña, y confiar en condiciones
más favorables la semilla de la divina palabra a una tierra
que permanecía estéril de largo tiempo.
Y
al acercarse su último día se dirigió
rápidamente a Jerusalén, de cuyo amical consuelo no
se privó a ninguno de los citados discípulos. Y
mientras una perversa muchedumbre de saduceos y fariseos lo rodea,
le plantea, seducida por la vieja astucia de la serpiente,
innumerables problemas sobre Cristo. Pero inspirado por la gracia
del Espíritu Santo, su elocuencia no es superada por nadie;
por lo que la rugiente ira de aquélla se exacerba incitada
con mayor violencia contra él. Y con el estímulo del
odio hasta tal punto se enciende y enloquece, que es cogido por la
cruel injusticia y vehemencia de los iracundos, y es llevado a
presencia de Herodes para recibir la muerte. Y condenado por una
encarnizada sentencia de muerte, y bañado en el charco de
su rosada sangre, coronado con triunfal martirio, vuela al cielo,
laureado con inmarcesibles laureles.
Sus
discípulos, apoderándose furtivamente del cuerpo del
maestro, con gran trabajo y extraordinaria rapidez lo llevan a la
playa, encuentran una nave para ellos preparada, y
embarcándose en ella, se lanzan a la alta mar, y en siete
días llegan al puerto de Iria, que está en Galicia,
y a remo alcanzan la deseada tierra. Y no se ha de dudar que
entonces dieron al Autor de las cosas muchísimas gracias y
entonaron las merecidísimas alabanzas, tanto por tan gran
beneficio como Dios les había concedido, cuanto porque
habían evitado sin daño alguno los ataques de los
piratas, los peligrosos choques con los escollos y las negras
simas de las encrespadas olas. Así, pues, confiados en tal
y tan grande protector, dirigen sus pensamientos a las
demás cosas necesarias para sus fines e intentan descubrir
qué sitio había elegido el Señor para
sepulcro de su mártir.
Emprendida,
pues, la marcha hacia oriente, trasladan el sagrado féretro
a un pequeño campo de cierta señora llamada Lupa,
que distaba de la ciudad unas cinco millas, y lo dejan
allí. Inquiriendo quién era el dueño de aquel
terreno, lo averiguan por indicación de unos nativos y
procuran vehemente y ardientemente encontrar a la que buscaban.
Yendo, por último, al encuentro de la mujer a hablar con
ella, y contándole el asunto tal como se desarrolló,
le piden que les dé un pequeño templo en donde ella
había colocado un ídolo para adorarlo, y que era
también muy concurrido por los descarriados creyentes de la
absurda gentilidad.
Y
aquélla, nacida de nobilísima estirpe, y viuda por
intervención de la suerte suprema, aunque se había
entregado sacrílegamente a la superstición, no
olivdando su nobleza, renunciaba al matrimonio con los que
pretendían, tanto nobles, como plebeyos, para que una
especie de adulterio no manchase su primer tálamo conyugal.
Y considerando ella constantemente sus palabras y su
petición, antes de dar respuesta alguna, medita en lo
profundo de su corazón de qué manera los
entregará a una cruel muerte, y les contesta, por
último, ensañándose
hipócritamente:
"Id,
dijo; buscad el rey que vive en Dugio, y pedidle un lugar para
disponer la sepultura a vuestro muerto".
Obedeciendo
sus indicaciones, unos velan con el ritual funerario el cuerpo del
apóstol en un lugar, y otros llegan lo más
rápidamente posible al palacio real, y conducidos a
presencia del rey le saludan según la etiqueta regia, y le
cuentan en detalle quiénes y de dónde son y por
qué habían venido. El rey, pues, aunque al principio
de su exposición les oía atento y benévolo,
sin embargo, atónito por un increíble estupor,
dudando qué había de hacer e inspirado por
diabólica sugestión ordena, en el colmo de la
crueldad, que ocultamente se les prepare una emboscada y que se
mate a los siervos de Dios. Pero, no obstante, descubierto esto
por voluntad de Dios, marchándose secretamente, escapan
huyendo con rapidez.
Cuando
se informó al rey de su fuga, conmovido por
enconadísima ira, e imitando la ferocidad de un león
rabioso, con los que estaban en su corte persigue pertinazmente el
rastro de los fugitivos siervos de Dios. Y como ya hubiese llegado
al extremo de estar a punto de ser muertos a manos de los
empedernidos perseguidores, atraviesan, inquietos éstos,
tranquilos aquéllos, un puente sobre cierto río, y
en un solo y mismo momento, por súbita determinación
de Dios omnipotente, se resquebrajan los cimientos del puente que
atravesaban, y se desploma desde lo alto a lo profundo del
río, completamente derruído. Y así el
ponderado juicio del Rey Eterno decretó que ni uno tan
sólo de toda la turbamulta de perseguidores sobreviviese
para contar en el palacio del rey lo que había
sucedido.
Los
santos varones, pues, volviendo la cabeza al ruido de las armas y
piedras que se desplomaban, ensalzan las grandezas de Dios dignas
de ser pregonadas, al ver los cuerpos de los magnates y sus
caballos y arreos militares rodar miserablemente bajo las aguas
del río, de la misma manera que en otro tiempo lo
había experimentado el ejército faraónico. En
consecuencia, ayudados y salvados por la auxiliadora diestra de
Dios, y animados y enardecidos por aquel suceso, recorren el
salvador camino hasta la casa de la citada matrona y le muestran
cómo la exasperada determinación del rey
había querido perderles con la muerte, y lo que Dios
había hecho contra él para su castigo.
Luego,
con insistentes ruegos, le piden que ceda la precitada casa
dedicada a los demonios, para consagrarla a Dios. Le aconsejaban e
insitían que rechazase aquellos ídolos artificiales
que ni podían aprovecharle a ella, ni dañar a otros,
ni ver con los ojos, oír con los oídos u oler con la
nariz, y que no se servían en absoluto de ninguno de sus
miembros. Y su mente conmovida porque ante el hundimiento del rey
en el río temía por la muerte de sus parientes y
allegados, y por esto incapaz como suele suceder en las cosas
humanas, de una sana determinación, tramaba una burda
estratagema, simulando, frente a la opinión corriente, no
considerarlos como embaucadores.
Mientras
ellos la urgían con sus ruegos con mayor vehemencia
todavía, a que suministrase parte del pequeño predio
para enterrar el cuerpo del santísimo varón, ideada
una nueva y desusada estratagema, creyendo poder matarlos con
algún engaño, habló de esta manera: "Puesto
que, dijo, veo vuestra intención tan decididamente
inclinada a eso, y que no queréis desisitir de ella, id y
cog unos bueyes mansos que tengo en un monte, y acarreando con
ellos lo que os parezca de más utilidad y cuanto
necesitéis, edificad el sepulcro. Si os faltasen alimentos,
procuraré liberalmente dároslos a vosotros y a
ellos".
Oyendo
esto los apostólicos varones y sin percibir la
hipocresía de la mujer, se marchan dando las gracias,
llegan al monte y descubren algo distinto que no esperaban. Pues
al pisar los linderos del monte, de pronto un enorme
dragón, por cuyas frecuentes incursiones se hallaban
entonces desiertas las viviendas de las aldeas próximas,
saliendo de su propia guarida, se lanza, echando fueggo, sobre los
santos varones que ardían en amor de Dios, dispuesto a
atacarlos y amenazándolos con la muerte. Mas
acordándose ellos de las doctrinas de la fe, oponen
impávidamente la defensa de la cruz, le obligan a
retroceder haciéndole frente y, al no poder resisitir el
signo de la Cruz del Señor, revienta por mitad del
vientre.
Y
terminado este encuentro, levantando los ojos al cielo dan la
gracias al Sumo Rey desde lo más hondo de su
corazón. Finalmente, para arrojar de allí
completamente la multitud de demonios, exorcizan el agua y la
esparcen sobre todo el monte por todas partes. Este monte, pues,
llamado antes el Ilicino, como i dijéramos el que seduce,
porque con anterioridad a aquel tiempo sostenían
allí el culto del demonio muchos hombres malhadadamente
seducidos, fué llamado por ellos Monte Sacro, es decir,
monte sagrado.
Y
al ver desde allí corretear los bueyes que arteramente se
les había prometido, los contemplan bravos y mugientes,
corneando el suelo con su elevada testuz, y golpeando fuertemente
la tierra con las pezuñas. Y de pronto, mientras corriendo
unos tras otros por la dehesa representaban una crruel amenaza de
muerte con su peligrosísima carrera, tanta mansedumbre y
lentitud se apoderó de ellos, que los que al principio se
acercaban corriendo para ocasionar una catástrofe
impulsados por su atroz bravura, luego con la cerviz baja
confían espontáneamente su cornamenta en manos de
los santos varones.
Los
portadores del santo cuerpo, acariciando a los animales que se
habían convertido de salvajes en dóciles, sin
tardanza les colocan encima los yugos y, marchando por el camino
más recto, entran en el palacio de la mujer con los bueyes
uncidos. Ella, ciertamente, estupefacta, reconociendo los
admirables milagros, movida por estas tres evidentes
señales, se aviene a su petición, y perdida su
insolencia, tras haberles entregado la pequeña casa y
haberse regenerado con el triple nombre de la fe, se convierte en
creyente del nombre de Cristo con toda su familia. Y así,
instruída por inspiración de Dios en las verdades de
la fe, destruye y rompe resueltamente los ídolos que antes,
engañada por su fantástico error, había
adorado humilde y sumisa, y derriba deshace los templos que en sus
dominios había. Y cavado profundamente el suelo, tras haber
sido aquéllos destruídos y convertidos en menudo
polvo, se contruye un sepulcro, magnífica obra de
cantería, en donde depositan con artificioso ingenio el
cuerpo del apóstol. Y en el mismo lugar se edifica una
iglesia del tamaño de aquél que, adornada con un
altar, abre una venturosa entrada al pueblo devoto.
Instruídos
después de algún tiempo los pueblos en el
conocimiento de la fe por los discípulos del
apóstol, al fructificar primeramente los campos regados por
el celestial rocío, en poco tiempo creció la fecunda
mies multiplicada por Dios. Dos discípulos del maestro,
mientras por reverencia hacia él vigilan incesantemente el
citado sepulcro con gran cariño como celosos guardianes, al
pagar su deuda a la NAturaleza, llegado el incierto término
de la vida, exhalaron su espíritu con venturosa muerte, y
alegremente llevaro su alma al cielo. Y no abandonándolos
su egregio maestro, logró por gracia divina colocarlos con
él, en el cielo y en la tierra, y revestido con
purpúrea estola y adornado con una corona, brilla con sus
discípulos en la corte celestial él, que no
abandonará a los desgraciados que se acojan a su inefable
protección. Con el auxilio de Nuestro Señor y
Salvador Jesucristo, cuyo reino e imperio dura eternamente por los
siglos de los siglos. Así sea.
Libro III Capítulo II
EMPIEZA LA CARTA DEL PAPA SAN LEÓN ACERCA DEL TRASLADO DE SANTIAGO APÓSTOL, QUE SE CELEBRA EL DIA TREINTA DE DICIEMBRE
Sepa
vuestra fraternidad, dilectísimos rectores de toda la
cristiandad, cómo fué trasladado a España, a
las tierras de Galicia, el cuerpo entero del muy bienaventurado
apóstol Santiago. Después de la Ascensión a
los cielos de nuestro Salvador, y de la venida del Espíritu
Santo sobre los discípulos, en el curso del undécimo
año desde la misma Pasión de Cristo, en el tiempo de
los ázimos, el bienaventurado apóstol Santiago, tras
visitar las sinagogas de los judíos, fué preso en
Jerusalén por el pontífice Abiatar, y condenado a
muerte, junto con su discípulo Josías, por orden de
Herodes.
Por
temor a los judíos fué recogido durante la noche el
cuerpo del bienaventurado apóstol Santiago por sus
discípulos, que, guiados por un ángel del
Señor, llegaron a Jafa, junto a la orilla del mar. Y como
allí dudasen a su vez acerca de lo que debían hacer,
de pronto apareció, por designio de Dios, una nave
preparada. Y con gran alegría suben a ella llevando al
discípulo de nuestro Redentor, e hinchadas las velas por
vientos favorables, navegando con gran tranquilidad sobre las olas
del mar, llegaron al puerto de Iria, alabando la clemencia de
nuestro Salvador. En su alegría, entonaron allí este
verso de David: "Fué el mar tu camino y tu snda la
inmensidad de las aguas".
Una
vez desembarcados, dejaron el muy bienaventurado cuerpo que
transportaban en un pequeño predio llamado Libredón,
distante ocho millas de la citada ciudad, y en donde ahora se
venera. Y en este lugar encontraron un grandísimo
ídolo construído por los paganos. Rebuscando por
allí encontraron una cripta, en la que había
herramientas con las que los canteros suelen construir las
casas.
Así,
pues, los mismos discípulos, con gran alegría,
derruyeron el citado ídolo y lo redujeron a menudo polvo.
Después, cavando profundamente, colocaron unos cimientos
firmísimos y levantaron sobre ellos una pequeña
construcción abovedada, en donde construyeron un sepulcro
de cantería, en el que, con artificioso ingenio, se guarda
el cuerpo del Apóstol. Se edifico encima una iglesia de
reducidas dimensiones, que adornada con un altar abre al devoto
pueblo una venturosa entrada a su sagrado altar. Tras la
inhumación del santísimo cuerpo, entonaron alabanzas
al Rey de los cielos, cantando estos versos de David: "Se
alegrará el justo en el señor y confiarà en
El, y se gloriarán todos los rectos de corazón". Y
luego: "El justo estará en eterna memoria y no
temerá la mala nueva".
Después
de algún tiempo, instruídos los pueblos en el
conocimiento de la fe por los discípulos del mismo
Apóstol, en breve creció la fecunda mies
multiplicada por Dios. Tomada, pues, una prudente
resolución, dos discípulos, uno de los cuales se
llamaba Teodoro y el otro Atanasio, quedaron allí para
custodiar aquel preciosísimo tesoro, es decir, el venerable
cuerpo de Santiago. Los otros discípulos, en cambio,
guiados por Dios, se esparcieron por las Españas para
predicar.
Como
dijimos, aquellos dos discípulos, inseparables por
reverencia hacia su maestro, mientras con todo cariño
vigilaban sin interrupción el citado sepulcro, mandaron
que, después de su muerte, fuesen enterrados por los
cristianos junto a su maestro, uno a su derecha y otro a su
izquierda. Y así, llegado el término de la vida, al
pagar su deuda a la Naturaleza, expiraron con venturosa muerte, y
alegremente llevaron sus almas al cielo. Y no
abandonaándolos su egregio maestro, logró, por
gracia divina, colocarlos con él en el cielo y en la
tierra, y adornado con su estola purpúrea y una corona,
goza en la corte celestial con sus discípulos, él,
que protegerá a los desgraciados que se acojan a su
invencible protección, con el auxilio de Nuestro
Señor y Salvador Jesucristo, cuyo reino e imperio con el
Padre y el Espíritu Santo dura eternamente por los siglos
de los siglos. Así sea.
Libro III Capitulo III
CALIXTO, PAPA, ACERCA DE LAS TRES SOLEMNIDADES DE
SANTIAGO
El
evangelista San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles,
cuenta que el apóstol San Pedro en los días de la
Pascua fué encarcelado por Herodes, cuando dice: "Eran,
pues, los días de los ázimos, etc." y que Santiago
fué muerto antes de la Pascua por el mismo Herodes, a
saber, en tiempo del hambre que se predijo por el profeta Agabo y
que acaeció bajo el emperador romano Claudio. Dice, pues
así: "Por aquel tiempo puso el rey Herodes sus manos en
maltratar a algunos de la Iglesia; mató, pues, por la
espada a Santiago, hermano de Juan". Señala el tiempo del
martirio de Santiago e incluso los personajes de la época,
pero calla el día exacto. Y este día, aunque antes
había sido desconocido de todos durante mucho tiempo, sin
embargo le fué indicado a cierto fiel, conocido mío,
en una visión espiritual. En la noche de la vigilia de la
Anunciación de Santa María, le pareció que
mientras Santiago era conducido a un palacio para ser juzgado en
el consejo de Herodes, se produjo un gran altercado entre la plebe
de los judíos y de los gentiles, porque decían unos
que el piadoso apóstol no debía ser muerto, y otros
afirmaban, por el contrario, que sí. Finalmente, juzgado
por Herodes en inicuo juicio, es conducido por manos de los
nefandos herodianos fuera de la ciudad, al lugar del martirio,
atado con sogas al cuello, y degollado.
Y
en seguida un personaje que parecía un prelado,
llorándolo dolorosa y dulcemente, habló así
de él a la plebe en el palacio real, diciendo: Hacia la
hora tercia fué juzgado y hacia la nona, como Cristo,
fué muerto.Es decir, en igual día y hora que el
Maestro, murió también el discípulo. Unos
iban a sus negocios o a sus quehaceres; él en cambio, iba a
su digno trabajo; esto es, a merecer la corona del martirio. Otros
marchaban a comer y a beber, él iba a recibir el
indefectible alimento de la vida eterna, que le había sido
antes prometido por el Señor de esta manera: "CIertamente
beberéis mi cáliz".
Pero
primero San Jerónimo, en el martirologio que
escribió para los santos obispos Cromacio y Heliodoro, dice
que su muerte ha de celebrarse el día octavo de las
calendas de agosto; después el bienaventurado papa
Alejandro mandó celebrarla ese mismo día, cuando
estableció también la festividad de San Pedro ad
Vincula el día primero de agosto. Porque en este día
ciertamente, como se dice en las historias romanas, el mismo papa
guardó las cadenas de San Pedro, que mucho antes
habían sido llevadas de Jerusalén a Roma por la
emperatriz Eudoxia, en la basílica del propio santo, tras
haberlas rociado con agua bendita y ólco santo, y
ordenó celebrar en honor de San Pedro y en
sustitución de ellas las solemnidades que, según su
costumbre, celebraban antes los gentiles en honor de César
Augusto, porque el mismo César había vencido en las
calendas del mes sextil, es decir, el 1º de agosto, a Antonio
y Cleopatra mordida por el áspid. Asimismo en tal
día la hija de cierto príncipe romano llamado
Quirino, por consejo del referido papa, que estaba encarcelado por
el mismo Quirinio, besó las cadenas de San Pedro y se
curó de la grave enfermedad que padecía; y el santo
papa salió de la cárcel, dándole
satisfacciones el mismo Quirino. Finalmente, Beda el Venerable,
elocuente doctor de la Santa Iglesia, corroboró que la
muerte de Santiago debe celebrarse en dicho día, al
escribir y decir en su Martirologio:
Julio
se alegra llevando en las dos veces cuartas calendas
a
Santiago el hermano de Juan con su fiesta obligada.
Así,
pues, padeció martirio el día 25 de marzo, el 25 de
julio fué llevado desde Iria a Compostela y fué
sepultado el 30 de diciembre. Porque la obra de su sepulcro
duró desde el mes de agosto hasta el de diciembre.
Con
razón, pues, la Santa Iglesia acostumbró a celebrar
en los citados días las solemnidades de la muerte de
Santiago y de San Pedro ad Vincula, pues si celebrase estas
fiestas alrededor de Pascua, los establecidos oficios pascuales o
cuaresmales del día que coincidieran aquellas solemnidades,
se abandonarían sin razón. Muchas veces la
Anunciación de la bienaventurada Virgen María, que
debe celebrarse el día veinticinco de marzo, cayó
entre el Domingo de Ramos y Pascua o en la semana de
Resurrección y no pudo en modo alguno celebrarse del
todo.
La
fiesta de los milagros de Santiago, cual el del hombre que se
había dado muerte a sí mismo y al que
resucitó el santo apóstol, y los demás
milagros que hizo, fiesta que suele celebrarse el día tres
de octubre, la mandó piadosamente celebrar San Anselmo. Y
Nos confirmamos esto mismo. Se dice que el famoso emperador
hispano, Alfonso, figno de buena memoria, ordenó celebrar
entre los gallegos, antes de ser corroborada por nuestra
autoridad, la festividad de la traslación y elección
de Santiago el día treinta de diciembre. Creía que
la solemnidad de la traslación no era menos insigne que la
de la muerte, puesto que en ella el pueblo gallego recibió
con gran alegría el corporal consuelo del discípulo
del Señor.
En
esta fiesta, ciertamente, el venerable rey solía ovrecer
durante la misa, según costumbre, sobre el venerado altar
del Apóstol, doce marcas de plata y otros tantos talentos
de oro, en honor de los doce apóstoles; y además
solía dar a sus caballeros las pagas y las recompensas, y
vestirlos con trajes y capas de seda; armaba caballeros a los
escuderos, presentaba a los nuevos caballeros y convidaba a todos
cuantos llegaban, tanto conocidos como desconocidos, con diversos
manjares, y no cerraba a pobre alguno las puertas de su palacio,
sino que solía advertir a sus pregoneros que convocasen con
el sonido de sus clarines a todos para comer, con motivo de tan
gran festividad.
El,
pues, revestido con los atributos reales, rodeado por los
escuadrones de caballeros y por los diferentes órdenes de
adalides y condes, marchaba en este día en procesión
alrededor de la basilica de Santiago con el ceremonial real de las
fiestas.
El
admirable cetro de plata del imperio hispano que el venerable rey
llevaba en las manos, refulgía, incrustado de flores de
oro, de labores diversas y de toda suerte de piedras preciosas. La
diadema de oro, con la que el potentísimo rey se coronaba
para honra del Apóstol, estaba decorada con flores
esmaltadas y labores nieladas, con toda clase de piedras preciosas
y con lucidísimas imágenes de animales y aves. La
espada de doble filo, que era llevada desnuda delante del rey,
brillaba con sus doradas flores y su resplandeciente leyenda, su
pomo de oro y su cruz de plata.
Delante
de él marchaba dignamente el obispo de Santiago vestido de
pontifical, cubierto con la blanca mitra, calzado con doradas
andalias, adornado con su anillo de oro, puestos los blancos
guantes y con el pontifical báculo de marfil, y rodeado por
los demás obispos.
También
el clero que ante él avanzaba iba adornado con venberables
ornatos, pues las capas de seda con las que se revestían
los setenta y dos canónigos compostelanos estaban
admirablemente trabajadas con piedras preciosas y broches de
plata, con flores de oro y magníficos flecos por todo
alrededor. Unos se cubrían con damáticas de seda,
que estaban adornadas desde los hombros hasta abajo con franjas
bordadas de oro de marvillosa belleza. Otros se ataviaban
además con collares de oro incrustados con toda clase de
piedras preciosas y se adornaban lujosamente con bandas recamadas
de oro, con riquísimas mitras, hermosas sandalias,
áureos ceñidores, estolas bordadas en oro y
manípulos recamados de perlas.
¿Qué
más? Con toda suerte de piedras preciosas y con gran
abundancia de oro y plata se adornaban exquisitamente los
clérigos del coro. Unos llevaban en sus manos candelabros,
otros incensarios de plata, éstos cruces doradas,
aquéllos paños tejidos de oro y tachonados de toda
suerte de piedras preciosas; unos cajas llenas de reliquias de
muchos santos, aquéllos filacterias, otros, en fin, batutas
de oro o marfil, a propósito para los cantores, y cuya
extremidad embellecía un ónice, un berilo, un
zafiro, un carbunclo, una esmeralda o cualquier otra piedra
preciosa. Otros llevaban colocadas encima de unos carros de plata,
dos mesas de plata sobredorada, en las cuales el devoto pueblo
ponía cirios encendidos.
A
éstos seguía el pueblo devoto, es decir, los
caballeros, gobernadores, optimates, nobles, condes, ya
nacionales, ya extranjeros, vestidos con trajes de gala. Los coros
de venerables mujeres, vestidos con trajes de gala. Los coros de
venerables mujeres que les eguían, se cubrían y
adonaban con borceguíes dorados, con pieles de marta
cebellina, armiño y zorro; con briales de seda, pellizas
grises, mantos escarlata por fuera y variados por dentro, con
lunetas de oro, collares, horquillas, brazaletes, pendientes en
las orejas, cadenas, anillos, perlas, espejos, ceñidosres
de oro, cintas de seda, velos, lazos, tocas; con trenzas sujetas
por hilos de oro, y demás variedades de vestidos.
Libro III Capítulo IV
ACERCA DE LAS CARACOLAS DE SANTIAGO
Se
cuenta que siempre que la melodía de la caracola de
Santiago, que suelen llevar consigo los peregrinos, resuena en los
oídos de las gentes, se aumenta en ellas la devoción
de la fe, se rechazan lejos todas las insidias del enemigo; el
fragor de las granizadas, la agitación de las borrascas, el
ímpetu de las tempestas se suavizan en truenos de fiesta;
los soplos de los vientos se contienen saludable y moderadamente;
las fuerzas del aire se abaten.
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