domingo, 25 de noviembre de 2012

Códice Calixtino Libro III (Traducción)

 


 

Libro III

Pròlogo

EMPIEZA EL PROLOGO DEL BIENAVENTURADO PAPA CALIXTO SOBRE LA GRAN TRASLACION DE SANTIAGO

No he querido excluir de mi códice la traslación de Santiago, puesto que en ella se narran tantos prodigios y testimonios para gloria de Nuestro Señor Jesucristo y del Apóstol, y porque tampoco difiere gran cosa de la carta que se intitula con el nombre de San León. Más sépase que Santiago tuvo muchos discípulos, pero doce especiales. A tres se dice que los eligió en tierras de Jerusalén; de los cuales, Hermógenes, nombrado obispo, y Fileto, archidiácono, después de su martirio en Antioquía, adornados con muchos milagros, descansaron de su santa vida en el Señor; y el bienaventurado Josías, maestresala de Herodes, murió en compañía del Apóstol, laureado con el martirio.
A nueve, empero, se dice que los eligió el Apóstol en Galicia durante su vida; siete de los cuales, mientras los otros dos se quedaban en Galicia para predicar, fueron con él a Jerusalén, y después de su pasión trajeron su cuerpo por mar a Galicia; y acerca de ellos escribió San Jerónimo en su Martirologio, cual lo aprendió del bienaventurado Cromacio, que, después de sepultado en Galicia el cuerpo de Santiago, fueron ordenados con las ínfulas episcopales en Roma por los apóstoles Pedro y Pablo, y fueron enviados a predicar la palabra de Dios a las Españas, todavía sometidas al error gentil. Finalmente, pues, tras haber ilustrado a muchos pueblos con su predicación, murieron precisamente el día quince de Mayo, Torcuato en Acci, Tesifonte en Vergi, Segundo en Abula, Indalecio en Urci, Cecilio en Iliberis, Hesiquio en Garcesa, Eufrasio en Iliturgis.
Perdura hasta hoy un estupendo milagro en testimonio de su preciosa muerte. Pues, como se dice en la vigilia de su ya citada solemnidad, en la ciudad de Guadix junto al sepulcro de San Torcuato, detrás de la iglesia, todos los años un olivo que florece milagrosamente, se adorna con sus maduros frutos, de los que al punto se saca el aceite con que se encienden las lámparas ante su venerable altar.
Los otros dos discípulos, en cambio, a saber, Atanasio y Teodoro, fueron enterrados, como se consigna en la misma carta de San León, junto al cuerpo del Apóstol, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Y a nadie debe parecer que Atanasio sea Hesiquio, puesto que Hesiquio es uno, y otro distinto Atanasio.
Pero hemos de decir qué sucedió en nuestro tiempo a cierto peregrino de Santiago respecto del libro de esta translación. Cierto clérigo conocido mío, devoto y peregrino de Santiago, queriendo llevar consigo a su patria esta traslación con algunos otros milagros del Apóstol, encargó en la misma ciudad de Santiago que se los escribiese a un copista llamado Fernando y pagó como precio veinte rotomagenses. Y como él, después de pagar el precio y recibir la copia, se pusiera a leerlo en voz baja arrinconado en un ángulo de la basílica apostólica, encontró en su faltriquera tantas monedas como al copista había dado; y no creyó que mortal alguno se los pusiera allí, sino que lo hizo el apóstol milagrosamente. por lo cual se cree que el santo Apóstol es generosísimo remunerador mediante gracias celestiales, puesto que tan pronto remuneró a su siervo con las terrenas.

FIN DEL PROLOGO

 

Libro III Capítulo I

 

EMPIEZA LA TRASLACION DEL APOSTOL SANTIAGO HERMANO DEL APOSTOL Y EVANGELISTA SAN JUAN QUE SE CELEBRA EL DIA TREINTA DE DICIEMBRE, DE QUE MANERA FUE LLEVADO DESDE JERUSALEN A GALICIA

Después de la pasión de Nuestro Salvador y del gloriosísimo triunfo de su misma Resurrección, y luego de su admirable Ascensión, cuando subió hasta el trono de su Padre y del Espíritu Paráclito también; tras la efusión de las lenguas de fuego sobre los apóstoles, los dicípulos que El mismo había elegido, iluminados con los rayos de la sabiduría e inspirados por la gracia celestial, dieron a conocer con su predicación el nombre de Cristo por todas partes, a los pueblos y naciones. Y entre el insigne número de aquéllos, el santo de admirable virtud, el bienaventurado por su vida, el maravilloso por su virtud, el esclarecido por su ingenio, el brillante por su oratoria, fue Santiago, cuyo hermano Juan es conocido como evangelista y apóstol. Y a aquél, en verdad, le fué concedida por obra divina, tanta gracia, que incluso el mismo Señor de la gloria inestimable no desdeñó transfigurarse con su incomparable claridad sobre el monte Tabor ante su vista, y en presencia también de Pedro y Juan, verídicos testigos.
El, pues, mientras los otros iban a diversas regiones del mundo, llevado a las costas de España por voluntad de Dios, predicando enseñó la divina palabra a las gentes que allí vivían y la tenían por patria. Y habiéndose detenido allí algún tiempo, mientras fructificaba entre espinas la pequeña semilla que quería recoger entonces, se cuenta que confiado en Cristo eligió siete discípulos, cuyos nombres son estos: Torcuato, Segundo, Indalecio, Tesifonte, Eufrasio, Cecilio, Hesiquio, para con su ayuda extirpar de raíz, arrancándola, la cizaña, y confiar en condiciones más favorables la semilla de la divina palabra a una tierra que permanecía estéril de largo tiempo.
Y al acercarse su último día se dirigió rápidamente a Jerusalén, de cuyo amical consuelo no se privó a ninguno de los citados discípulos. Y mientras una perversa muchedumbre de saduceos y fariseos lo rodea, le plantea, seducida por la vieja astucia de la serpiente, innumerables problemas sobre Cristo. Pero inspirado por la gracia del Espíritu Santo, su elocuencia no es superada por nadie; por lo que la rugiente ira de aquélla se exacerba incitada con mayor violencia contra él. Y con el estímulo del odio hasta tal punto se enciende y enloquece, que es cogido por la cruel injusticia y vehemencia de los iracundos, y es llevado a presencia de Herodes para recibir la muerte. Y condenado por una encarnizada sentencia de muerte, y bañado en el charco de su rosada sangre, coronado con triunfal martirio, vuela al cielo, laureado con inmarcesibles laureles.
Sus discípulos, apoderándose furtivamente del cuerpo del maestro, con gran trabajo y extraordinaria rapidez lo llevan a la playa, encuentran una nave para ellos preparada, y embarcándose en ella, se lanzan a la alta mar, y en siete días llegan al puerto de Iria, que está en Galicia, y a remo alcanzan la deseada tierra. Y no se ha de dudar que entonces dieron al Autor de las cosas muchísimas gracias y entonaron las merecidísimas alabanzas, tanto por tan gran beneficio como Dios les había concedido, cuanto porque habían evitado sin daño alguno los ataques de los piratas, los peligrosos choques con los escollos y las negras simas de las encrespadas olas. Así, pues, confiados en tal y tan grande protector, dirigen sus pensamientos a las demás cosas necesarias para sus fines e intentan descubrir qué sitio había elegido el Señor para sepulcro de su mártir.
Emprendida, pues, la marcha hacia oriente, trasladan el sagrado féretro a un pequeño campo de cierta señora llamada Lupa, que distaba de la ciudad unas cinco millas, y lo dejan allí. Inquiriendo quién era el dueño de aquel terreno, lo averiguan por indicación de unos nativos y procuran vehemente y ardientemente encontrar a la que buscaban. Yendo, por último, al encuentro de la mujer a hablar con ella, y contándole el asunto tal como se desarrolló, le piden que les dé un pequeño templo en donde ella había colocado un ídolo para adorarlo, y que era también muy concurrido por los descarriados creyentes de la absurda gentilidad.
Y aquélla, nacida de nobilísima estirpe, y viuda por intervención de la suerte suprema, aunque se había entregado sacrílegamente a la superstición, no olivdando su nobleza, renunciaba al matrimonio con los que pretendían, tanto nobles, como plebeyos, para que una especie de adulterio no manchase su primer tálamo conyugal. Y considerando ella constantemente sus palabras y su petición, antes de dar respuesta alguna, medita en lo profundo de su corazón de qué manera los entregará a una cruel muerte, y les contesta, por último, ensañándose hipócritamente:
"Id, dijo; buscad el rey que vive en Dugio, y pedidle un lugar para disponer la sepultura a vuestro muerto".
Obedeciendo sus indicaciones, unos velan con el ritual funerario el cuerpo del apóstol en un lugar, y otros llegan lo más rápidamente posible al palacio real, y conducidos a presencia del rey le saludan según la etiqueta regia, y le cuentan en detalle quiénes y de dónde son y por qué habían venido. El rey, pues, aunque al principio de su exposición les oía atento y benévolo, sin embargo, atónito por un increíble estupor, dudando qué había de hacer e inspirado por diabólica sugestión ordena, en el colmo de la crueldad, que ocultamente se les prepare una emboscada y que se mate a los siervos de Dios. Pero, no obstante, descubierto esto por voluntad de Dios, marchándose secretamente, escapan huyendo con rapidez.
Cuando se informó al rey de su fuga, conmovido por enconadísima ira, e imitando la ferocidad de un león rabioso, con los que estaban en su corte persigue pertinazmente el rastro de los fugitivos siervos de Dios. Y como ya hubiese llegado al extremo de estar a punto de ser muertos a manos de los empedernidos perseguidores, atraviesan, inquietos éstos, tranquilos aquéllos, un puente sobre cierto río, y en un solo y mismo momento, por súbita determinación de Dios omnipotente, se resquebrajan los cimientos del puente que atravesaban, y se desploma desde lo alto a lo profundo del río, completamente derruído. Y así el ponderado juicio del Rey Eterno decretó que ni uno tan sólo de toda la turbamulta de perseguidores sobreviviese para contar en el palacio del rey lo que había sucedido.
Los santos varones, pues, volviendo la cabeza al ruido de las armas y piedras que se desplomaban, ensalzan las grandezas de Dios dignas de ser pregonadas, al ver los cuerpos de los magnates y sus caballos y arreos militares rodar miserablemente bajo las aguas del río, de la misma manera que en otro tiempo lo había experimentado el ejército faraónico. En consecuencia, ayudados y salvados por la auxiliadora diestra de Dios, y animados y enardecidos por aquel suceso, recorren el salvador camino hasta la casa de la citada matrona y le muestran cómo la exasperada determinación del rey había querido perderles con la muerte, y lo que Dios había hecho contra él para su castigo.
Luego, con insistentes ruegos, le piden que ceda la precitada casa dedicada a los demonios, para consagrarla a Dios. Le aconsejaban e insitían que rechazase aquellos ídolos artificiales que ni podían aprovecharle a ella, ni dañar a otros, ni ver con los ojos, oír con los oídos u oler con la nariz, y que no se servían en absoluto de ninguno de sus miembros. Y su mente conmovida porque ante el hundimiento del rey en el río temía por la muerte de sus parientes y allegados, y por esto incapaz como suele suceder en las cosas humanas, de una sana determinación, tramaba una burda estratagema, simulando, frente a la opinión corriente, no considerarlos como embaucadores.
Mientras ellos la urgían con sus ruegos con mayor vehemencia todavía, a que suministrase parte del pequeño predio para enterrar el cuerpo del santísimo varón, ideada una nueva y desusada estratagema, creyendo poder matarlos con algún engaño, habló de esta manera: "Puesto que, dijo, veo vuestra intención tan decididamente inclinada a eso, y que no queréis desisitir de ella, id y cog unos bueyes mansos que tengo en un monte, y acarreando con ellos lo que os parezca de más utilidad y cuanto necesitéis, edificad el sepulcro. Si os faltasen alimentos, procuraré liberalmente dároslos a vosotros y a ellos".
Oyendo esto los apostólicos varones y sin percibir la hipocresía de la mujer, se marchan dando las gracias, llegan al monte y descubren algo distinto que no esperaban. Pues al pisar los linderos del monte, de pronto un enorme dragón, por cuyas frecuentes incursiones se hallaban entonces desiertas las viviendas de las aldeas próximas, saliendo de su propia guarida, se lanza, echando fueggo, sobre los santos varones que ardían en amor de Dios, dispuesto a atacarlos y amenazándolos con la muerte. Mas acordándose ellos de las doctrinas de la fe, oponen impávidamente la defensa de la cruz, le obligan a retroceder haciéndole frente y, al no poder resisitir el signo de la Cruz del Señor, revienta por mitad del vientre.
Y terminado este encuentro, levantando los ojos al cielo dan la gracias al Sumo Rey desde lo más hondo de su corazón. Finalmente, para arrojar de allí completamente la multitud de demonios, exorcizan el agua y la esparcen sobre todo el monte por todas partes. Este monte, pues, llamado antes el Ilicino, como i dijéramos el que seduce, porque con anterioridad a aquel tiempo sostenían allí el culto del demonio muchos hombres malhadadamente seducidos, fué llamado por ellos Monte Sacro, es decir, monte sagrado.
Y al ver desde allí corretear los bueyes que arteramente se les había prometido, los contemplan bravos y mugientes, corneando el suelo con su elevada testuz, y golpeando fuertemente la tierra con las pezuñas. Y de pronto, mientras corriendo unos tras otros por la dehesa representaban una crruel amenaza de muerte con su peligrosísima carrera, tanta mansedumbre y lentitud se apoderó de ellos, que los que al principio se acercaban corriendo para ocasionar una catástrofe impulsados por su atroz bravura, luego con la cerviz baja confían espontáneamente su cornamenta en manos de los santos varones.
Los portadores del santo cuerpo, acariciando a los animales que se habían convertido de salvajes en dóciles, sin tardanza les colocan encima los yugos y, marchando por el camino más recto, entran en el palacio de la mujer con los bueyes uncidos. Ella, ciertamente, estupefacta, reconociendo los admirables milagros, movida por estas tres evidentes señales, se aviene a su petición, y perdida su insolencia, tras haberles entregado la pequeña casa y haberse regenerado con el triple nombre de la fe, se convierte en creyente del nombre de Cristo con toda su familia. Y así, instruída por inspiración de Dios en las verdades de la fe, destruye y rompe resueltamente los ídolos que antes, engañada por su fantástico error, había adorado humilde y sumisa, y derriba deshace los templos que en sus dominios había. Y cavado profundamente el suelo, tras haber sido aquéllos destruídos y convertidos en menudo polvo, se contruye un sepulcro, magnífica obra de cantería, en donde depositan con artificioso ingenio el cuerpo del apóstol. Y en el mismo lugar se edifica una iglesia del tamaño de aquél que, adornada con un altar, abre una venturosa entrada al pueblo devoto.
Instruídos después de algún tiempo los pueblos en el conocimiento de la fe por los discípulos del apóstol, al fructificar primeramente los campos regados por el celestial rocío, en poco tiempo creció la fecunda mies multiplicada por Dios. Dos discípulos del maestro, mientras por reverencia hacia él vigilan incesantemente el citado sepulcro con gran cariño como celosos guardianes, al pagar su deuda a la NAturaleza, llegado el incierto término de la vida, exhalaron su espíritu con venturosa muerte, y alegremente llevaro su alma al cielo. Y no abandonándolos su egregio maestro, logró por gracia divina colocarlos con él, en el cielo y en la tierra, y revestido con purpúrea estola y adornado con una corona, brilla con sus discípulos en la corte celestial él, que no abandonará a los desgraciados que se acojan a su inefable protección. Con el auxilio de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, cuyo reino e imperio dura eternamente por los siglos de los siglos. Así sea.


Libro III Capítulo II

EMPIEZA LA CARTA DEL PAPA SAN LEÓN ACERCA DEL TRASLADO DE SANTIAGO APÓSTOL, QUE SE CELEBRA EL DIA TREINTA DE DICIEMBRE

Sepa vuestra fraternidad, dilectísimos rectores de toda la cristiandad, cómo fué trasladado a España, a las tierras de Galicia, el cuerpo entero del muy bienaventurado apóstol Santiago. Después de la Ascensión a los cielos de nuestro Salvador, y de la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos, en el curso del undécimo año desde la misma Pasión de Cristo, en el tiempo de los ázimos, el bienaventurado apóstol Santiago, tras visitar las sinagogas de los judíos, fué preso en Jerusalén por el pontífice Abiatar, y condenado a muerte, junto con su discípulo Josías, por orden de Herodes.
 Por temor a los judíos fué recogido durante la noche el cuerpo del bienaventurado apóstol Santiago por sus discípulos, que, guiados por un ángel del Señor, llegaron a Jafa, junto a la orilla del mar. Y como allí dudasen a su vez acerca de lo que debían hacer, de pronto apareció, por designio de Dios, una nave preparada. Y con gran alegría suben a ella llevando al discípulo de nuestro Redentor, e hinchadas las velas por vientos favorables, navegando con gran tranquilidad sobre las olas del mar, llegaron al puerto de Iria, alabando la clemencia de nuestro Salvador. En su alegría, entonaron allí este verso de David: "Fué el mar tu camino y tu snda la inmensidad de las aguas".
Una vez desembarcados, dejaron el muy bienaventurado cuerpo que transportaban en un pequeño predio llamado Libredón, distante ocho millas de la citada ciudad, y en donde ahora se venera. Y en este lugar encontraron un grandísimo ídolo construído por los paganos. Rebuscando por allí encontraron una cripta, en la que había herramientas con las que los canteros suelen construir las casas.
Así, pues, los mismos discípulos, con gran alegría, derruyeron el citado ídolo y lo redujeron a menudo polvo. Después, cavando profundamente, colocaron unos cimientos firmísimos y levantaron sobre ellos una pequeña construcción abovedada, en donde construyeron un sepulcro de cantería, en el que, con artificioso ingenio, se guarda el cuerpo del Apóstol. Se edifico encima una iglesia de reducidas dimensiones, que adornada con un altar abre al devoto pueblo una venturosa entrada a su sagrado altar. Tras la inhumación del santísimo cuerpo, entonaron alabanzas al Rey de los cielos, cantando estos versos de David: "Se alegrará el justo en el señor y confiarà en El, y se gloriarán todos los rectos de corazón". Y luego: "El justo estará en eterna memoria y no temerá la mala nueva".
Después de algún tiempo, instruídos los pueblos en el conocimiento de la fe por los discípulos del mismo Apóstol, en breve creció la fecunda mies multiplicada por Dios. Tomada, pues, una prudente resolución, dos discípulos, uno de los cuales se llamaba Teodoro y el otro Atanasio, quedaron allí para custodiar aquel preciosísimo tesoro, es decir, el venerable cuerpo de Santiago. Los otros discípulos, en cambio, guiados por Dios, se esparcieron por las Españas para predicar.
Como dijimos, aquellos dos discípulos, inseparables por reverencia hacia su maestro, mientras con todo cariño vigilaban sin interrupción el citado sepulcro, mandaron que, después de su muerte, fuesen enterrados por los cristianos junto a su maestro, uno a su derecha y otro a su izquierda. Y así, llegado el término de la vida, al pagar su deuda a la Naturaleza, expiraron con venturosa muerte, y alegremente llevaron sus almas al cielo. Y no abandonaándolos su egregio maestro, logró, por gracia divina, colocarlos con él en el cielo y en la tierra, y adornado con su estola purpúrea y una corona, goza en la corte celestial con sus discípulos, él, que protegerá a los desgraciados que se acojan a su invencible protección, con el auxilio de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, cuyo reino e imperio con el Padre y el Espíritu Santo dura eternamente por los siglos de los siglos. Así sea.


Libro III Capitulo III

CALIXTO, PAPA, ACERCA DE LAS TRES SOLEMNIDADES DE SANTIAGO
El evangelista San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, cuenta que el apóstol San Pedro en los días de la Pascua fué encarcelado por Herodes, cuando dice: "Eran, pues, los días de los ázimos, etc." y que Santiago fué muerto antes de la Pascua por el mismo Herodes, a saber, en tiempo del hambre que se predijo por el profeta Agabo y que acaeció bajo el emperador romano Claudio. Dice, pues así: "Por aquel tiempo puso el rey Herodes sus manos en maltratar a algunos de la Iglesia; mató, pues, por la espada a Santiago, hermano de Juan". Señala el tiempo del martirio de Santiago e incluso los personajes de la época, pero calla el día exacto. Y este día, aunque antes había sido desconocido de todos durante mucho tiempo, sin embargo le fué indicado a cierto fiel, conocido mío, en una visión espiritual. En la noche de la vigilia de la Anunciación de Santa María, le pareció que mientras Santiago era conducido a un palacio para ser juzgado en el consejo de Herodes, se produjo un gran altercado entre la plebe de los judíos y de los gentiles, porque decían unos que el piadoso apóstol no debía ser muerto, y otros afirmaban, por el contrario, que sí. Finalmente, juzgado por Herodes en inicuo juicio, es conducido por manos de los nefandos herodianos fuera de la ciudad, al lugar del martirio, atado con sogas al cuello, y degollado.
Y en seguida un personaje que parecía un prelado, llorándolo dolorosa y dulcemente, habló así de él a la plebe en el palacio real, diciendo: Hacia la hora tercia fué juzgado y hacia la nona, como Cristo, fué muerto.Es decir, en igual día y hora que el Maestro, murió también el discípulo. Unos iban a sus negocios o a sus quehaceres; él en cambio, iba a su digno trabajo; esto es, a merecer la corona del martirio. Otros marchaban a comer y a beber, él iba a recibir el indefectible alimento de la vida eterna, que le había sido antes prometido por el Señor de esta manera: "CIertamente beberéis mi cáliz".
Pero primero San Jerónimo, en el martirologio que escribió para los santos obispos Cromacio y Heliodoro, dice que su muerte ha de celebrarse el día octavo de las calendas de agosto; después el bienaventurado papa Alejandro mandó celebrarla ese mismo día, cuando estableció también la festividad de San Pedro ad Vincula el día primero de agosto. Porque en este día ciertamente, como se dice en las historias romanas, el mismo papa guardó las cadenas de San Pedro, que mucho antes habían sido llevadas de Jerusalén a Roma por la emperatriz Eudoxia, en la basílica del propio santo, tras haberlas rociado con agua bendita y ólco santo, y ordenó celebrar en honor de San Pedro y en sustitución de ellas las solemnidades que, según su costumbre, celebraban antes los gentiles en honor de César Augusto, porque el mismo César había vencido en las calendas del mes sextil, es decir, el 1º de agosto, a Antonio y Cleopatra mordida por el áspid. Asimismo en tal día la hija de cierto príncipe romano llamado Quirino, por consejo del referido papa, que estaba encarcelado por el mismo Quirinio, besó las cadenas de San Pedro y se curó de la grave enfermedad que padecía; y el santo papa salió de la cárcel, dándole satisfacciones el mismo Quirino. Finalmente, Beda el Venerable, elocuente doctor de la Santa Iglesia, corroboró que la muerte de Santiago debe celebrarse en dicho día, al escribir y decir en su Martirologio:
Julio se alegra llevando en las dos veces cuartas calendas
a Santiago el hermano de Juan con su fiesta obligada.
Así, pues, padeció martirio el día 25 de marzo, el 25 de julio fué llevado desde Iria a Compostela y fué sepultado el 30 de diciembre. Porque la obra de su sepulcro duró desde el mes de agosto hasta el de diciembre.
Con razón, pues, la Santa Iglesia acostumbró a celebrar en los citados días las solemnidades de la muerte de Santiago y de San Pedro ad Vincula, pues si celebrase estas fiestas alrededor de Pascua, los establecidos oficios pascuales o cuaresmales del día que coincidieran aquellas solemnidades, se abandonarían sin razón. Muchas veces la Anunciación de la bienaventurada Virgen María, que debe celebrarse el día veinticinco de marzo, cayó entre el Domingo de Ramos y Pascua o en la semana de Resurrección y no pudo en modo alguno celebrarse del todo.
La fiesta de los milagros de Santiago, cual el del hombre que se había dado muerte a sí mismo y al que resucitó el santo apóstol, y los demás milagros que hizo, fiesta que suele celebrarse el día tres de octubre, la mandó piadosamente celebrar San Anselmo. Y Nos confirmamos esto mismo. Se dice que el famoso emperador hispano, Alfonso, figno de buena memoria, ordenó celebrar entre los gallegos, antes de ser corroborada por nuestra autoridad, la festividad de la traslación y elección de Santiago el día treinta de diciembre. Creía que la solemnidad de la traslación no era menos insigne que la de la muerte, puesto que en ella el pueblo gallego recibió con gran alegría el corporal consuelo del discípulo del Señor.
En esta fiesta, ciertamente, el venerable rey solía ovrecer durante la misa, según costumbre, sobre el venerado altar del Apóstol, doce marcas de plata y otros tantos talentos de oro, en honor de los doce apóstoles; y además solía dar a sus caballeros las pagas y las recompensas, y vestirlos con trajes y capas de seda; armaba caballeros a los escuderos, presentaba a los nuevos caballeros y convidaba a todos cuantos llegaban, tanto conocidos como desconocidos, con diversos manjares, y no cerraba a pobre alguno las puertas de su palacio, sino que solía advertir a sus pregoneros que convocasen con el sonido de sus clarines a todos para comer, con motivo de tan gran festividad.
El, pues, revestido con los atributos reales, rodeado por los escuadrones de caballeros y por los diferentes órdenes de adalides y condes, marchaba en este día en procesión alrededor de la basilica de Santiago con el ceremonial real de las fiestas.
El admirable cetro de plata del imperio hispano que el venerable rey llevaba en las manos, refulgía, incrustado de flores de oro, de labores diversas y de toda suerte de piedras preciosas. La diadema de oro, con la que el potentísimo rey se coronaba para honra del Apóstol, estaba decorada con flores esmaltadas y labores nieladas, con toda clase de piedras preciosas y con lucidísimas imágenes de animales y aves. La espada de doble filo, que era llevada desnuda delante del rey, brillaba con sus doradas flores y su resplandeciente leyenda, su pomo de oro y su cruz de plata.
Delante de él marchaba dignamente el obispo de Santiago vestido de pontifical, cubierto con la blanca mitra, calzado con doradas andalias, adornado con su anillo de oro, puestos los blancos guantes y con el pontifical báculo de marfil, y rodeado por los demás obispos.
También el clero que ante él avanzaba iba adornado con venberables ornatos, pues las capas de seda con las que se revestían los setenta y dos canónigos compostelanos estaban admirablemente trabajadas con piedras preciosas y broches de plata, con flores de oro y magníficos flecos por todo alrededor. Unos se cubrían con damáticas de seda, que estaban adornadas desde los hombros hasta abajo con franjas bordadas de oro de marvillosa belleza. Otros se ataviaban además con collares de oro incrustados con toda clase de piedras preciosas y se adornaban lujosamente con bandas recamadas de oro, con riquísimas mitras, hermosas sandalias, áureos ceñidores, estolas bordadas en oro y manípulos recamados de perlas.
¿Qué más? Con toda suerte de piedras preciosas y con gran abundancia de oro y plata se adornaban exquisitamente los clérigos del coro. Unos llevaban en sus manos candelabros, otros incensarios de plata, éstos cruces doradas, aquéllos paños tejidos de oro y tachonados de toda suerte de piedras preciosas; unos cajas llenas de reliquias de muchos santos, aquéllos filacterias, otros, en fin, batutas de oro o marfil, a propósito para los cantores, y cuya extremidad embellecía un ónice, un berilo, un zafiro, un carbunclo, una esmeralda o cualquier otra piedra preciosa. Otros llevaban colocadas encima de unos carros de plata, dos mesas de plata sobredorada, en las cuales el devoto pueblo ponía cirios encendidos.
A éstos seguía el pueblo devoto, es decir, los caballeros, gobernadores, optimates, nobles, condes, ya nacionales, ya extranjeros, vestidos con trajes de gala. Los coros de venerables mujeres, vestidos con trajes de gala. Los coros de venerables mujeres que les eguían, se cubrían y adonaban con borceguíes dorados, con pieles de marta cebellina, armiño y zorro; con briales de seda, pellizas grises, mantos escarlata por fuera y variados por dentro, con lunetas de oro, collares, horquillas, brazaletes, pendientes en las orejas, cadenas, anillos, perlas, espejos, ceñidosres de oro, cintas de seda, velos, lazos, tocas; con trenzas sujetas por hilos de oro, y demás variedades de vestidos.


Libro III Capítulo IV

ACERCA DE LAS CARACOLAS DE SANTIAGO

Se cuenta que siempre que la melodía de la caracola de Santiago, que suelen llevar consigo los peregrinos, resuena en los oídos de las gentes, se aumenta en ellas la devoción de la fe, se rechazan lejos todas las insidias del enemigo; el fragor de las granizadas, la agitación de las borrascas, el ímpetu de las tempestas se suavizan en truenos de fiesta; los soplos de los vientos se contienen saludable y moderadamente; las fuerzas del aire se abaten.

FIN DEL LIBRO TERCERO.



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